Dos días para la Nocturna del Guadalquivir

No he podido evitarlo. En plena rehabilitación tras una lesión ocurrida hace casi dos meses, me he acercado al estadio olímpico y he recogido mi dorsal para la carrera nocturna que se celebrará el día 30 en Sevilla.

Anteayer, escuchando la publicidad por la radio, noté como el gusanillo me devoraba. He estado todo el año esperando a esta carrera. Cuando empecé a soñar con ella apenas era capaz de sostenerme corriendo diez minutos. Me parecían sobrehumanos los 12 kilómetros de su recorrido. Y para mí todo un reto de superación personal. ¿Acaso no iba a ser capaz de formar parte de ese grupo de más de veinte mil personas que la concluye cada año?

Mucho ha llovido desde entonces, pero la ilusión por participar sigue siendo la misma. No puedo dejar de correrla. Al menos quiero intentarlo.

Hoy he hecho mi último entrenamiento: veinte minutos muy suaves (8 Km/h), dentro del plan de rehabilitación que me había trazado con incrementos de carga graduales. A este mismo ritmo, completaría los 12 Km en una hora y media. Me daría con un canto en los dientes, no me importa la velocidad, sólo deseo estar ahí y, a ser posible, no recaer en la lesión.

Los que queráis apuntaros podéis hacerlo aún hoy por Internet y hasta mañana en el mismo estadio olímpico. Es mucho más que una carrera, es una fiesta de participación popular en un entorno impresionante.

Y toquemos madera… Duele el pie, pero más duele el alma.

Javier Montero

Calzándome las zapatillas de nuevo

Tras más de un mes sin correr a consecuencia de una lesión en el pie derecho, me he animado, al fin, a calzarme las zapatillas y a echarme a la calle.

Admito que fue una insensatez correr 21 Km cuando el cuerpo sólo estaba acostumbrado a tiradas máximas de 10 Km, pero, a pesar de todo, tengo la convicción de que estaba perfectamente preparado para superarlo sin traumas. Estoy seguro de que el detonante de todo fue una plantilla mal diseñada que, desde el primer día, me estuvo molestando.

Sea lo que fuere he vuelto a comenzar de cero con ilusión. Muy poco a poco, sin prisa alguna, muy pendiente de todas las sensaciones.

Comencé el jueves probándome 5 minutos a un ritmo muy lento. El viernes estuve algo más, hasta completar un kilómetro. El sábado descansé y hoy he corrido durante 10 minutos sin molestias.

El pie no está del todo recuperado, pero creo que ya está en condiciones suficientes para soportar pequeñas cargas que gradualmente iré incrementando.

¡Cómo lo echaba de menos!

No tengo la sensación de haber perdido fondo. No he abandonado el ejercicio físico durante este tiempo; si no podía correr, al menos contaba con la elíptica u otras máquinas similares.

Han sido sólo diez minutos, pero ¡cuánto los he disfrutado! Tras mucho tiempo sin correr, poder hacerlo, aunque fuera tan sumamente poco, es toda una bendición.

Es lo que tiene este deporte: se puede disfrutar tanto si corres mucho como si no, si lo haces rápido o lento. No hay otro igual.

La gran incógnita ahora es qué haré con la Nocturna del Guadalquivir, que se celebrará el 30 de septiembre y en la cual estoy inscrito.

Me gustaría tanto correrla. Pero no sé si debería. El plan de incremento paulatino de carga pretendía prolongarlo lo suficiente para evitar una recaída.

Veremos cómo transcurren las cosas.

Javier Montero

De vuelta a los ruedos y chequeo físico

Tras la machada del domingo, que me dejó algo tocado, y unos oportunos días de descanso, hoy tocaba retomar la faena y volver a calzarme las zapatillas.

Tal como salí de trabajar, me dirigí al gimnasio, me ejercité un poco con las pesas, y al rato ya estaba en la cinta dispuesto a hacer un entrenamiento muy suave y, de paso, revisar cómo andaba de las secuelas de la última sesión.

Fijé la velocidad de la cinta a 8 Km/h y me eché a correr durante una hora justa.

Resultado del test, en el que indico los músculos que resultaron afectados después del último entrenamiento:

– Psoas: Failed!

– Gluteos: OK

– Rodillas: OK

– Gemelos: OK

– Periósteo tibial: OK

– Tendón de aquiles izquierdo: OK

– Planta del pie derecho: Failed!

El psoas se dañó tras la machada nº1. Hoy, al comenzar, molestó durante los «botes» iniciales. Después, gradualmente, fue desapareciendo, y en el minuto 10 apenas quedaba ni rastro de él.

La planta del pie derecho sufrió tras la machada nº2, a apenas 3 Km de completar los 21. Lo achaco a un defecto en la realización de la plantilla de ese pie. Hoy me empezó a incomodar a partir de los 30 minutos de ejercicio.

Seguiré pendiente de su evolución.

A pesar de no haber superado el test al 100%, balance muy positivo. Echaba de menos una tiradita larga y suave, ¡caramba!

Javier Montero

Un cumpleaños especial

Hoy es mi cumpleaños.

Un cumpleaños es siempre un día especial; o, al menos tratamos de que lo sea. Siempre debemos hacer que nuestros días en el mundo sean especiales y un cumpleaños es una excusa ya perfecta para justificar esa elección durante ese día en concreto.

Saber buscar lo extraordinario en cada día es toda una actitud ante la vida. Es algo que requiere asumir la responsabilidad de nuestras circunstancias y no hacerlas consecuencia de los elementos externos. Es «hacer que las cosas sucedan» antes de esperar a que «vengan a nosotros». Es elegir ser martillo antes que clavo.

Hoy quería hacer algo especial, y qué mejor momento para eso que los primeros compases del día.

Me visto con ropa y calzado deportivos, desayuno frugalmente un quesito y una barrita de cereales y, mientras el GPS se ocupa de buscar satélites en el balcón, aprovecho para estirar un poco.

Salgo de casa a las nueve de la mañana, con el cielo nublado y una temperatura excelente de 23 grados centígrados. Tomo rumbo directo hacia el río y, una vez allí, hacia el final de la dársena, junto al huevo de Colón.

Normalmente, llegar al huevo y regresar a casa me ocupa algo más de una hora, lo cual es perfecto para un entrenamiento típico. Pero hoy quería, como he dicho, hacer algo diferente.

Ritmo muy lento y pulsaciones en torno a 140 ppm, lo que me invita siempre a pensar que así uno podría recorrer perfectamente la distancia de una media maratón. Claro que del dicho al hecho hay un buen trecho de 21 Km. Pero, ¿sería realmente posible?

¿Por qué no intentarlo? ¿Por qué no seguir desde el huevo de Colón hasta la Torre del Oro, regresar nuevamente hasta él y de ahí ya volver a casa? Según mis cálculos eso supondría una distancia de, al menos, 20 Km.

La primera hora fue como un entrenamiento normal. Lo interesante sucedió durante la segunda: las pulsaciones se precipitaron en descenso, registrando entre 133 y 138 ppm a un ritmo decente. Ninguna sobrecarga muscular durante los 120 primeros minutos.

Pero, a partir del kilómetro 16, las sensaciones fueron nefastas. Ya no me quedaba agua y notaba síntomas de deshidratación. Me empezaron a doler músculos, como los glúteos y la planta de los pies, que hasta ahora nunca se habían manifestado en ningún entreno. Las pulsaciones, que hasta ese momento se mantenían perfectamente por debajo de 140 ppm, empezaron a dispararse, llegando a tocar incluso los 150 ppm con el mismo ritmo lento.

Puedo decir, sin lugar a dudas, que los cinco últimos kilómetros han sido los de mayor sufrimiento en toda mi trayectoria como corredor hasta ahora.

Di alguna que otra vuelta por el barrio antes de llegar a casa, hasta completar así 21’1 Km en 2 horas y 45 minutos, con una frecuencia cardíaca media de 140 ppm.

Desde luego que he logrado que el día fuera excepcional, pero hay algo aún más importante.

En fechas características, como el año nuevo, o un cumpleaños, solemos hacer una especie de «borrón y cuenta nueva» con el propósito de eliminar hábitos destructivos y sustituirlos por conductas más positivas. Comenzar el nuevo período con un logro importante puede tener un impacto tremendo en nuestras creencias de autoeficacia: si hemos sido capaces de lograr algo que considerábamos realmente duro y asombroso, ¿no nos parecerá cualquier otra cosa una nimiedad?

Si tenéis ocasión, no desperdiciéis la oportunidad de correr la San Silvestre el 31 de diciembre y empezar el año con buen pie. No es un logro cualquiera, es el último del período que termina y el primero del que empieza. Es el primer gol, y en el primer minuto del partido.

Javier Montero

Exorcizado

El exorcismo del miércoles, para hacer salir al diablo que habitaba en mi cuerpo en forma de moléculas de cafeína, logró su cometido, aunque dejó consigo ciertos efectos colaterales.

Y es que, rodando a cuatro «pelaos», me sentía como si a Regan, la niña del exorcista, la hubieran subido a una cinta, y mientras más blasfemias, improperios, retorcimientos de cuello y berridos soltaba, más caña le daba el padre Karras a la máquina subiendo su velocidad.

Era necesario destrozar mi cuerpo para hacer salir al mal, ese era el trato convenido.

Hoy viernes, con mi alma ya limpia, me he subido a la cinta para recuperar la conciencia de mí mismo, perdida en alguno de mis últimos kilómetros. Me he colocado el pulsómetro y me he propuesto correr una hora sin dejar que mi corazón latiera más de 140 veces cada minuto. Muy despacito, he completado 8’41 Km.

Fui consciente de un dolor agudo en el bajo vientre, a la izquierda nada más comenzar a correr. Poco a poco fue remitiendo hasta dejar de sentirse, pero aún sigo con él y lo noto al hacer abdominales o elevar las piernas.

¿Mereció la pena esta posible lesión en el psoas? El diablo me abandonó, ¡desde luego que mereció la pena!

Pero, como en la más típica de las películas de terror, en la última escena, cuando los protagonistas creen haberse librado del mal, un brillo en los ojos diabólico nos muestra, con toda claridad, que esto no ha hecho más que empezar.

Javier Montero

Peligro: zombi a 4′ /Km

Llevo todo el día como un zombi… No sé cómo saco fuerzas siquiera para escribir la crónica del entrenamiento de hoy.

¡Qué digo! No me explico ni cómo he podido correr hoy.

Anoche no pegué ojo. Literalmente, no pude dormir ni un solo minuto.

Ayer pasé una tarde semi atontadillo por alguna que otra copita de vino en una comida en Coria del Río con compañeros de la empresa. Aún así, el día resultó productivo e incluso conseguí publicar dos artículos en el blog.

Lo malo no fue el vino, sino el café con hielo que me atreví a tomar amparado en la euforia del momento. Y es que el café me pone como una moto. Me encanta, pero sólo lo tomo cada tres o cuatro meses.

Claro, así me explico ahora como pude publicar de un tirón el artículo sobre el método CAGED, rondando ya la media noche. Atribuí esa energía al entusiasmo que vuelco cuando una tarea me gusta, que me permite abstraerme de todo y concentrarme plenamente en ella.

Ya en la cama, cuando miré el reloj y vi que eran casi las cuatro de la madrugada y que no tenía pinta de que pudiera conciliar el sueño, supe que algo andaba mal. Y sólo fue hasta entonces cuando recordé el puñetero café.

Me tragué una a una todas las campanadas. Descubrí lo que me parecieron iglesias desincronizadas: una tocaba las cinco de la mañana y, algunos minutos después, otra diferente repetía el mismo cántico. Me pregunté si no se oirían entre ellas.

La noche de insomnio fue grotescamente productiva: muchas ideas, métodos,borradores, inundaban mi cabeza. Lástima que no tuviese lápiz y papel a mano, pues seguro que algo quedará en el tintero cuando trate de recuperar todo ese material.

A las seis en punto de la mañana, cuando ya empezaba a sentir la llamada de Morfeo, el despertador tronó con toda su crueldad. Debía levantarme una hora antes de lo habitual para poder llegar al trabajo pronto y terminar, así, la jornada a tiempo de acudir a una cita que tenía concertada a las cuatro de la tarde para pasar la ITV al coche.

La mañana se hizo muy dura, como podréis imaginar. Cuando dejé el curro y le dije a mi jefe que iba a pasar la ITV me preguntó si al coche o a mí (la mala cara que debió de verme). Le contesté que a ambos.

Y en la ITV, aguantando los cuarenta y pico grados del solano sevillano que ya empezábamos a echar de menos.

Todo este rollo que os he contado es para que os hagáis la idea del cuerpo de zombi con el que he llegado justo después al gimnasio.

Ahora era yo quién tenía que pasar la ITV. ¡Y en qué estado!

A pesar del agotamiento, mi mente es capaz de maquinar paridas con una facilidad pasmosa: empecé a darle la vuelta a las siglas ITV. En la T encontré Tiempo y en la V, Velocidad. ¿Y la I? Lo vi claro: Inclinación.

El destino quería que me subiera a una cinta a practicar cuestas.

Fue lo que hice durante 20 minutos. Lo abandoné porque no terminaba de convencerme ninguno de los programas automáticos con los que esas máquinas vienen configuradas. Cuando la máquina aumentaba la inclinación, la velocidad de la cinta disminuía automáticamente y eso no era lo que quería.

La siguiente parte del entrenamiento fue la verdaderamente suculenta. Como cuando el profesor se iba de clase y los alumnos nos desmadrábamos, así me sentí yo sin el pulsómetro que, en mis devaneos de ultra tumba, había dejado olvidado otra vez en casa.

El diseño del ejercicio fue el siguiente:

Distancia total de 5 Km fraccionados en tramos continuos de 1 Km. Inicio cada tramo rodando a 8 Km/h (7:30 /Km) para ir progresivamente aumentando la velocidad hasta terminar el kilómetro a 14’6 Km/h (4:06 /Km). Todo eso repetido cinco veces.

Conforme aumentaba la velocidad, iban apareciendo algunas sensaciones alarmantes: pinchazos en la tibia, en los gemelos, en el psoas. En algunos momentos, incluso una curiosa sensación que me acompañaba en algunas ocasiones durante los primeros meses, cuando mis piernas comenzaban su lento y progresivo acondicionamiento: era como, si durante una décima de segundo, «desenchufaran» mis piernas de rodilla para abajo (particularmente sobre la tibia) y el cuerpo entero se desplomase al no poder las piernas sostener el peso. Afortunadamente, el «microcorte» sólo duraba un instante y nada sucedía, pero la sensación de vértigo llegaba a inquietarme.

Todas esas delicias periostíticas, soleísticas, gemeleras y psoácicas experimenté durante el tiempo que duraba el ritmo fuerte del tramo.

Había bastante morbo en ello. Aprovechando que «el profesor» no estaba para controlar, nuevamente apareció mi lado oscuro: una figura a la que parecía darle igual todo, con el hastío acentuado por el profundo cansancio que cargaba encima.

Era consciente de mi fragilidad. Las molestias físicas invitaban a aflojar pero, cuanto más se manifestaban, tanto más incrementaba la velocidad a la máquina.

Me da miedo admitir esto: tengo la sensación de que una parte de mí deseaba que algo malo me sucediera.

Ya se me cierran los ojos y la cama me está esperando placentera. Aunque voy a tener que levantarme también a las seis por otros asuntos distintos, sin duda estaré feliz de haber regresado al reino de los vivos.

Javier Montero

 

 

Mens sana in corpore sano

Llevo un par de días inmerso en una tarea que me exige un gran esfuerzo intelectual. Al tratarse de una actividad con la que disfruto, me resulta fácil abstraerme y volcar toda mi pasión y energía en ella.

Seguro que sabéis de lo que hablo: perdemos la noción del tiempo; nos descuidamos físicamente, privándonos de horas de descanso y, posiblemente, alimentándonos de prisa y mal. Estamos tan enfrascados en la tarea que no nos percatamos de las señales de alerta que nos envía el cuerpo reclamando atención. Y a pesar de que nuestro rendimiento esté probablemente ya muy mermado seguimos atrapados en ese círculo vicioso de degeneración gratuita.

En estos casos, la famosa frase de Juvenal que da título a este post sale a nuestra ayuda, recordándonos la importancia de lograr el equilibrio entre las dimensiones física y psíquica para poder estar en condiciones de dar lo mejor de nosotros mismos.

Con esa idea he salido este domingo a entrenar. El trabajo podía esperar hasta más tarde, correr NO. Demasiadas horas seguidas sin ejercicio físico, la prioridad estaba clara cuál era.

Como quería aprovechar para acondicionar también en el gimnasio, me he echado a correr con la mochila a cuestas hasta allí. Sin pulsómetro, reloj, ni nada, y dándole caña, que era lo que me pedía el cuerpo en esos momentos.

Una vez dentro, ejercicios de pecho y espalda con pesas, hasta llegar al momento deseado de subir a la cinta:

CR-III (140, 155, 4, 2), totalizando 48 minutos. Suficiente, teniendo en cuenta los más o menos 35 minutos adicionales por los desplazamientos.

Finalizo con estiramientos y algo de abdominales y me echo a correr de vuelta a casa con la mochila a cuestas.

Como anécdota curiosa, destacar que durante el trayecto de ida me crucé, a la altura del arco de la Macarena, con un hombre que se desplazaba con unas muletas y que puso una cara extraña al verme corriendo con el macuto, o tal vez, quién sabe, por la ironía de su condición al toparse con un corredor. Al regreso me detuve en un chino a comprar algo de pan. Cuando abandoné la tienda, retomé la carrera y ahí estaba de nuevo la misma persona, con un gesto aún más perplejo, pensando que, sin duda, yo sería una especie de chiflado al que le gusta ir corriendo a todos los lados.

Y, la verdad, me encantaría. Si no fuera porque se suda y porque no sé qué tal les sentaría a mis pies eso de correr con zapatos, ese sería mi medio de transporte favorito en Sevilla.

Hasta me he planteado, como reto, ahora que ya soy capaz de darme el madrugón y salir a correr a las seis de la mañana, la posibilidad de ir alguna que otra vez corriendo hasta el trabajo. Total, son únicamente 12 kilómetros de nada. Podría incluso ducharme allí.

Lo malo sería el regreso, que dependería de que alguien me llevara de vuelta. No me veo en condiciones, aún de realizar doblete en esa distancia.

Pero todo se correrá…

Javier Montero

La vida sin el pulsómetro

Me he dejado olvidado, inadvertidamente, el pulsómetro en casa.

No estoy del todo seguro, pero creo que esta ha sido la única vez que he corrido sin él desde que me lo compré.

Quizás, tras ese olvido, estaba la despreocupación por el pulso en mis últimos entrenamientos, en cierto sentido más libres. Pero me he notado algo extraño al subirme hoy a la cinta en el gimnasio.

Sé de un compañero del foro que canceló su entrenamiento y decidió volverse a casa, aburrido de esperar a que su GPS terminara de localizar los satélites. Yo no he llegado a ese extremo y me he subido a la cinta a cumplir mi tarea.

Decir que correr sin pulsómetro me ha hecho más libre sería engañarme. Una cinta es como un gran GPS sobre el que te montas, en vez de llevarlo vestido en la muñeca. Se mide todo: distancia, inclinación, tiempo, calorías, velocidad… Incluso el pulso, si aprietas durante unos instantes unos contactos situados en las barras.

Pero, superada mi extrañeza inicial, algo de libertad sí que he sentido, pese a que todo estaba predestinado: me detendría al cumplir exactamente una hora y la velocidad durante todo ese trayecto sería, constantemente, 8’5 Km/h.

O, tal vez, ¿no sería esa ilusión de libertad simplemente atribuible a no sentir la opresión de la banda de goma sobre el pecho?

Javier Montero

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Correr para creer

Por mucho que lo pienso, me cuesta creérmelo.

No eran ni las seis de la mañana y ya estaba en la calle dispuesto a correr kilómetros a lo largo y ancho de mi ciudad.

Os lo juro, me cuesta creérmelo:

… «seis de la mañana»… «correr» … «kilómetros»…

Yo no he corrido un pimiento en mi puñetera vida (algunos, sin duda, pensaréis que sigo sin correr un pimiento, pero yo sé lo que me digo). Mis recuerdos dándole alegría a las piernas son muy lejanos en el tiempo y los puedo contar con los dedos de una mano.

De la infancia, jugando con mis primos, me vienen imágenes pateando Tortosa, mi ciudad natal. No recuerdo por qué corría, pero siempre me terminaban cogiendo.

En el instituto, dos o tres veces, la quedada típica con los colegas para salir a correr: de Alcobendas a Sanse, o hasta Continente, recién construido por entonces (estimulados, además, por una promoción con la que te llevabas un perrito caliente y una caña por 25 pesetas). Pero las sensaciones eran lamentables: un flato tremendo siempre que me obligaba a terminar andando cuando todos ya estaban ahí. Y ese sabor a sangre en la garganta al respirar con la boca sin dar abasto.

Por eso fue dos o tres veces, correr no era para mí.

Y ya de mayor, viviendo en Sevilla, hace doce o trece años, mi último recuerdo:

Era domingo y me disponía a regresar a Sevilla tras pasar el fin de semana con mi familia en Madrid. Mi hermana y su marido me llevaban en coche a la estación. Atasco en la carretera; recuerdo que llamé a Tráfico para que me recomendaran si para llegar a Atocha estaba mejor la M-30 o la Castellana. Me contestaron que tanto una como la otra estaban colapsadas, así que yo mismo, y que tuviera suerte.

Optamos por la Castellana, paralizada porque jugaba el Madrid. La hora del tren se me echaba encima.

Cuando tuve la estación al alcance visual, abandoné el coche y salí disparado en un tremendo sprint de unos 200 metros y con la maleta a cuestas. En el último segundo, antes de que se cerrara el acceso, conseguí entrar. Algunos metros detrás de mí corría otro, pero no le permitieron entrar.

Una de las azafatas en recepción, ya que el tren salía inmediatamente, me dijo que no fuera hasta mi vagón y que entrase en el primero y luego buscase mi sitio.

Eso hice, pero estaba tan muerto que no pude hacer otra cosa sino tumbarme en la plataforma entre vagones, cardíaco perdido, aplastado en el suelo como una colilla.

Cuando medio me repuse, aún bastante tocado, busqué mi vagón y mi asiento. Pero el tren ya estaba, para entonces, por Ciudad Real.

Definitivamente, con menos fondo que una lata de anchoas, no estaba hecho para correr.

Nunca jamás hubiese pensado que ahora estaría haciendo esto que llevo haciendo desde hace poco más de medio año.

Correr…, kilómetros,… y, por si fuera poco, a las ¡seis de la mañana!

Por eso no puedo evitar reírme mientras escribo esta crónica. No termino de verme, me parece hasta surrealista.

Vuelta completa al centro de Sevilla, de puerta a puerta, en 45 minutos.

Quinientos metros antes de llegar al destino, me he permitido un sprint brutal (sin más maleta esta vez que la botellita de agua). No sé a qué velocidad corría, pero desde luego iba muy rápido. Me recordó al sprint del final de la carrera de San Fernando, durante la entrada al parque.

Sorprende como, muchas veces, cosas que consideramos imposibles, están simplemente ahí, esperando a que demos algunas zancadas para llegar hasta ellas y cogerlas.

Javier Montero

Recurriendo a los mentores

Semana redonda en lo referente a correr: he respetado escrupulosamente la sucesión de entrenar y descansar un día y he materializado mi cuarto entrenamiento de la semana.

El ejercicio ha sido idéntico al realizado durante la sesión anterior: 72 minutos en cinta con CR-III (140, 155, 4, 3).

No he sentido la necesidad de cambiar: la motivación era muy alta y el nivel de exigencia era relativamente mayor que el promedio del último mes. ¿Por qué no seguir insistiendo, entonces?

Después: sesión de acondicionamiento de piernas trabajando cuádriceps, femoral, abductores, adductores y gemelos y una tanda de abdominales y rotaciones de cintura.

Me he divertido mucho corriendo, pero lo mejor de toda la sesión no ha estado ahí, sino en los desplazamientos de casa al gimnasio y viceversa.

Mi bicicleta seguía rota. Aunque tenía la opción de utilizar una de las públicas, he preferido desplazarme andando escuchando algo de música.

He cargado el MP3 con el doble blanco de los Beatles. Me ha dado tiempo a devorar casi los dos discos enteros durante la ida y vuelta del gimnasio.

Ha sido una invocación a mis «mentores». Recurro a ellos siempre que necesito que mis recursos internos estén rebosantes. Seguro que buena parte de la alegría que he demostrado en la sesión de running ha sido debida a eso.

Era preciso no demostrar pereza corriendo esta semana. La constancia y la disciplina las voy a necesitar a mi lado durante un buen tiempo.

Ya os dejo, que tengo mucho que hacer…

Lo primero: cambiarle las cuerdas a mi Strato.

Javier Montero

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