Correr para creer

Por mucho que lo pienso, me cuesta creérmelo.

No eran ni las seis de la mañana y ya estaba en la calle dispuesto a correr kilómetros a lo largo y ancho de mi ciudad.

Os lo juro, me cuesta creérmelo:

… «seis de la mañana»… «correr» … «kilómetros»…

Yo no he corrido un pimiento en mi puñetera vida (algunos, sin duda, pensaréis que sigo sin correr un pimiento, pero yo sé lo que me digo). Mis recuerdos dándole alegría a las piernas son muy lejanos en el tiempo y los puedo contar con los dedos de una mano.

De la infancia, jugando con mis primos, me vienen imágenes pateando Tortosa, mi ciudad natal. No recuerdo por qué corría, pero siempre me terminaban cogiendo.

En el instituto, dos o tres veces, la quedada típica con los colegas para salir a correr: de Alcobendas a Sanse, o hasta Continente, recién construido por entonces (estimulados, además, por una promoción con la que te llevabas un perrito caliente y una caña por 25 pesetas). Pero las sensaciones eran lamentables: un flato tremendo siempre que me obligaba a terminar andando cuando todos ya estaban ahí. Y ese sabor a sangre en la garganta al respirar con la boca sin dar abasto.

Por eso fue dos o tres veces, correr no era para mí.

Y ya de mayor, viviendo en Sevilla, hace doce o trece años, mi último recuerdo:

Era domingo y me disponía a regresar a Sevilla tras pasar el fin de semana con mi familia en Madrid. Mi hermana y su marido me llevaban en coche a la estación. Atasco en la carretera; recuerdo que llamé a Tráfico para que me recomendaran si para llegar a Atocha estaba mejor la M-30 o la Castellana. Me contestaron que tanto una como la otra estaban colapsadas, así que yo mismo, y que tuviera suerte.

Optamos por la Castellana, paralizada porque jugaba el Madrid. La hora del tren se me echaba encima.

Cuando tuve la estación al alcance visual, abandoné el coche y salí disparado en un tremendo sprint de unos 200 metros y con la maleta a cuestas. En el último segundo, antes de que se cerrara el acceso, conseguí entrar. Algunos metros detrás de mí corría otro, pero no le permitieron entrar.

Una de las azafatas en recepción, ya que el tren salía inmediatamente, me dijo que no fuera hasta mi vagón y que entrase en el primero y luego buscase mi sitio.

Eso hice, pero estaba tan muerto que no pude hacer otra cosa sino tumbarme en la plataforma entre vagones, cardíaco perdido, aplastado en el suelo como una colilla.

Cuando medio me repuse, aún bastante tocado, busqué mi vagón y mi asiento. Pero el tren ya estaba, para entonces, por Ciudad Real.

Definitivamente, con menos fondo que una lata de anchoas, no estaba hecho para correr.

Nunca jamás hubiese pensado que ahora estaría haciendo esto que llevo haciendo desde hace poco más de medio año.

Correr…, kilómetros,… y, por si fuera poco, a las ¡seis de la mañana!

Por eso no puedo evitar reírme mientras escribo esta crónica. No termino de verme, me parece hasta surrealista.

Vuelta completa al centro de Sevilla, de puerta a puerta, en 45 minutos.

Quinientos metros antes de llegar al destino, me he permitido un sprint brutal (sin más maleta esta vez que la botellita de agua). No sé a qué velocidad corría, pero desde luego iba muy rápido. Me recordó al sprint del final de la carrera de San Fernando, durante la entrada al parque.

Sorprende como, muchas veces, cosas que consideramos imposibles, están simplemente ahí, esperando a que demos algunas zancadas para llegar hasta ellas y cogerlas.

Javier Montero

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