Hace aproximadamente un mes y medio comencé mis entrenamientos suaves y pacientes de cuarenta y cinco minutos. Me he mantenido todo este tiempo fiel a ellos, salvo algún que otro cambio de ritmo ocasional y los 10K de la edición de Divina Pastora en Sevilla.
Cuarenta y cinco minutos que han sido ensayados a lo largo de diversas rutas. Típicamente han sido circuitos de «ida y vuelta», partiendo desde casa, en los que tomaba un camino hasta que el reloj me indicaba que llevaba la mitad del entrenamiento (22 minutos y medio), momento en el cual retomaba los mismos pasos de regreso. En realidad, la inversión se producía entre 30 segundos y un minuto después de la mitad de la tirada, pues de este modo el entrenamiento propiamente dicho concluía antes de llegar a casa y aprovechaba para dedicar los últimos segundos para enfriarme y recuperar el estado normal gradualmente.
Ayer, al fin, inauguré oficialmente los 47’5 minutos de entrenamiento en un placentero recorrido junto al río a últimas horas de la tarde.
Como siempre, un pequeño incremento de tan sólo dos minutos y medio respecto al tiempo de entrenamiento anterior. Ayer, tras mes y medio corriendo cuarenta y cinco minutos, decidí subir al escalón siguiente. Tras esa decisión un análisis meticuloso del estado general, una comprobación de que el cuerpo, en su globalidad, tenía perfectamente asimilada esa carga y se le podía exigir un poquito más.
Un cambio aparentemente minúsculo y despreciable, pero que nadie dude de que es a través de incrementos pequeños, casi imperceptibles, como mejor progresamos minimizando el riesgo de lesión.
Javier Montero Gabarró
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El Club del Autodidacta