Peligro: zombi a 4′ /Km

Llevo todo el día como un zombi… No sé cómo saco fuerzas siquiera para escribir la crónica del entrenamiento de hoy.

¡Qué digo! No me explico ni cómo he podido correr hoy.

Anoche no pegué ojo. Literalmente, no pude dormir ni un solo minuto.

Ayer pasé una tarde semi atontadillo por alguna que otra copita de vino en una comida en Coria del Río con compañeros de la empresa. Aún así, el día resultó productivo e incluso conseguí publicar dos artículos en el blog.

Lo malo no fue el vino, sino el café con hielo que me atreví a tomar amparado en la euforia del momento. Y es que el café me pone como una moto. Me encanta, pero sólo lo tomo cada tres o cuatro meses.

Claro, así me explico ahora como pude publicar de un tirón el artículo sobre el método CAGED, rondando ya la media noche. Atribuí esa energía al entusiasmo que vuelco cuando una tarea me gusta, que me permite abstraerme de todo y concentrarme plenamente en ella.

Ya en la cama, cuando miré el reloj y vi que eran casi las cuatro de la madrugada y que no tenía pinta de que pudiera conciliar el sueño, supe que algo andaba mal. Y sólo fue hasta entonces cuando recordé el puñetero café.

Me tragué una a una todas las campanadas. Descubrí lo que me parecieron iglesias desincronizadas: una tocaba las cinco de la mañana y, algunos minutos después, otra diferente repetía el mismo cántico. Me pregunté si no se oirían entre ellas.

La noche de insomnio fue grotescamente productiva: muchas ideas, métodos,borradores, inundaban mi cabeza. Lástima que no tuviese lápiz y papel a mano, pues seguro que algo quedará en el tintero cuando trate de recuperar todo ese material.

A las seis en punto de la mañana, cuando ya empezaba a sentir la llamada de Morfeo, el despertador tronó con toda su crueldad. Debía levantarme una hora antes de lo habitual para poder llegar al trabajo pronto y terminar, así, la jornada a tiempo de acudir a una cita que tenía concertada a las cuatro de la tarde para pasar la ITV al coche.

La mañana se hizo muy dura, como podréis imaginar. Cuando dejé el curro y le dije a mi jefe que iba a pasar la ITV me preguntó si al coche o a mí (la mala cara que debió de verme). Le contesté que a ambos.

Y en la ITV, aguantando los cuarenta y pico grados del solano sevillano que ya empezábamos a echar de menos.

Todo este rollo que os he contado es para que os hagáis la idea del cuerpo de zombi con el que he llegado justo después al gimnasio.

Ahora era yo quién tenía que pasar la ITV. ¡Y en qué estado!

A pesar del agotamiento, mi mente es capaz de maquinar paridas con una facilidad pasmosa: empecé a darle la vuelta a las siglas ITV. En la T encontré Tiempo y en la V, Velocidad. ¿Y la I? Lo vi claro: Inclinación.

El destino quería que me subiera a una cinta a practicar cuestas.

Fue lo que hice durante 20 minutos. Lo abandoné porque no terminaba de convencerme ninguno de los programas automáticos con los que esas máquinas vienen configuradas. Cuando la máquina aumentaba la inclinación, la velocidad de la cinta disminuía automáticamente y eso no era lo que quería.

La siguiente parte del entrenamiento fue la verdaderamente suculenta. Como cuando el profesor se iba de clase y los alumnos nos desmadrábamos, así me sentí yo sin el pulsómetro que, en mis devaneos de ultra tumba, había dejado olvidado otra vez en casa.

El diseño del ejercicio fue el siguiente:

Distancia total de 5 Km fraccionados en tramos continuos de 1 Km. Inicio cada tramo rodando a 8 Km/h (7:30 /Km) para ir progresivamente aumentando la velocidad hasta terminar el kilómetro a 14’6 Km/h (4:06 /Km). Todo eso repetido cinco veces.

Conforme aumentaba la velocidad, iban apareciendo algunas sensaciones alarmantes: pinchazos en la tibia, en los gemelos, en el psoas. En algunos momentos, incluso una curiosa sensación que me acompañaba en algunas ocasiones durante los primeros meses, cuando mis piernas comenzaban su lento y progresivo acondicionamiento: era como, si durante una décima de segundo, «desenchufaran» mis piernas de rodilla para abajo (particularmente sobre la tibia) y el cuerpo entero se desplomase al no poder las piernas sostener el peso. Afortunadamente, el «microcorte» sólo duraba un instante y nada sucedía, pero la sensación de vértigo llegaba a inquietarme.

Todas esas delicias periostíticas, soleísticas, gemeleras y psoácicas experimenté durante el tiempo que duraba el ritmo fuerte del tramo.

Había bastante morbo en ello. Aprovechando que «el profesor» no estaba para controlar, nuevamente apareció mi lado oscuro: una figura a la que parecía darle igual todo, con el hastío acentuado por el profundo cansancio que cargaba encima.

Era consciente de mi fragilidad. Las molestias físicas invitaban a aflojar pero, cuanto más se manifestaban, tanto más incrementaba la velocidad a la máquina.

Me da miedo admitir esto: tengo la sensación de que una parte de mí deseaba que algo malo me sucediera.

Ya se me cierran los ojos y la cama me está esperando placentera. Aunque voy a tener que levantarme también a las seis por otros asuntos distintos, sin duda estaré feliz de haber regresado al reino de los vivos.

Javier Montero

 

 

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